El ladron de Bicicletas
Ladrón de bicicletas (1948), de Vittorio De Sica
Filmada en 1945, pocas semanas antes de que terminara la II Guerra Mundial, Ladrón de bicicletas supuso el lanzamiento al estrellato de su apenas conocido director, Vittorio De Sica; y, más importante aún, la definitiva consagración del Neorrealismo italiano en el contexto cinematográfico internacional. Sin embargo, este segundo aspecto ha sido revisado y puesto en tela de juicio en los últimos años. La película, en efecto, fue canonizada desde su estreno como una obra maestra del Neorrealismo, y así quedó catalogada en todos los manuales de historia del cine. Pero la cinta -que es, indudablemente, una obra magistral- dista mucho de ser un ejemplo de ese "cine nuevo, hecho de argumentos casuales, creados sobre la marcha, filmada en la calle con actores improvisados", como se autodefinía el neorrealismo italiano. Porque, en esta historia de un obrero infeliz a la búsqueda de su bicicleta robada, no hay nada de improvisado. Para empezar, la película se basa en una novela de Luigi Bartolini, de cierto éxito, cuyo carácter picaresco sería reorientado hacia el drama social durante el largo proceso de escritura del guión. Según testimonia Suso Cecchi D’Amico, uno de los siete guionistas acreditados (hubo otro más que no apareció en los créditos), cada uno de los detalles de la acción fue escrito cuidadosamente de antemano, aunque muchas escenas -como la visita a la vidente de Via Nomentana- fueran tomadas de la realidad. Además, el rodaje fue sumamente elaborado: en determinadas secuencias filmadas en pleno centro de Roma (como la persecución del ladrón en el túnel de Via Ferrara) fue preciso cortar el tráfico para instalar focos y vías del travelling, o para mover a un ingente número de figurantes. Y es que realmente está hecha con todos los medios necesarios, por mucho que se trate de una modesta producción independiente. Tres amigos de De Sica financiaron toda la operación: Ercolle Graziadei, Sergio Bernardi y el conde Cicogna; pero le exigieron una calidad cinematográfica que en modo alguno casaba con la pura improvisación o experimentación. De hecho, Sergio Leone -que actúa como seminarista austríaco en una secuencia vagamente anticlerical- recuerda los largos y laboriosos ensayos del director con todos sus actores. Porque, en efecto, la selección de intérpretes fue un punto clave para el éxito de la película. Antes de iniciar el casting, una compañía americana que leyó el guión final había ofrecido gran parte del presupuesto a condición de que De Sica contara con Cary Grant para el papel protagonista. Pero el director, que sabía muy bien el look que la cinta precisaba, rechazó esa oferta y se lanzó a las calles de Roma a la búsqueda de sus intérpretes. La periodista radiofónica Lianella Carell, que se acercó a pedirle una entrevista, fue probada en el papel de María y dio una imagen perfecta. Entre cientos de obreros reales, De Sica se fijó en Lamberto Maggiorani, un parado de la construcción que se había acercado a las cámaras para curiosear durante el rodaje. Y, entre un número aún mayor de niños, el director encontró por fin a Enzo Staiola, un rapaz callejero de siete años, cuya "cara redonda, nariz cómica y ojos vivísimos", llamaron la atención del cineasta en medio de una banda callejera de los alrededores. El neorrealismo de De Sica, como el de Rossellini, no se basa en el realismo en sí, sino en la maestría para crear la ilusión convincente de realidad. La narración, por otra parte, es perfectamente clásica. Su estructura es cíclica: el protagonista sale de la multitud anónima en la primera secuencia y vuelve a ella en el final. Y el argumento, centrado hábilmente en unos precisos límites temporales (el 90% de la trama transcurre en un domingo estival), conjuga incidentes variados con un cierto sentido del suspense: ¿Logrará Ricci recuperar su bicicleta? A la postre, más que por su tenue mensaje social, Ladrón de bicicletas perdura hoy como un documento insustituible de la Italia de postguerra; y, sobre todo, por su calculada estilización, por la metáfora escondida en el argumento, y por la magnífica historia entre el padre y el hijo (lo que uno y otro descubren de sí mismos en su afanosa búsqueda). Casi al final, tras la comida de hombre a hombre en la trattoria, Ricci sufre la última humillación al ser pescado como ladrón y abofeteado delante de su hijo. Pero no es ésta la última palabra de la cinta: la mano que el hijo le tiende -inolvidable la mirada de Maggiorani- propicia la imagen más memorable del filme: el niño que le amaba como a un dios, le amará en adelante con sus miserias, simplemente porque se trata de su padre.
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